ESPERANZA Y VIGILANCIA. Lucas 12:35-40
El
pasado día 1 de octubre, durante la 70ª Asamblea de la ONU, Benjamín Netanyaju
pronunció un discurso ciertamente impactante que, entre otros aspectos, destacó
la situación que atraviesa Israel en relación con el reciente acuerdo entre
Irán y algunas potencias mundiales. En su alocución mencionó los más de cuatro
mil años de historia del pueblo judío, habiendo superado todo tipo de
adversidades y llagar hasta nuestros días con la proclamación del estado de
Israel en el año 1948. En relación a su peregrinaje por la historia, el primer
ministro israelí señaló dos cosas que han aprendido como pueblo: Esperanza y
Vigilancia. La esperanza tiene que ver con trazar el futuro y la vigilancia con
proteger.
Sin
duda, este alegato del primer ministro israelí, coincide con el fundamento que
Jesús nos enseña en la parábola del siervo vigilante, en Lucas 12:35-40. En
este pasaje, además de otras referencias del Nuevo Testamento, la esperanza de
la venida del Señor tiene que, necesariamente, ir ligada a la vigilancia.
Cuando la esperanza carece del compromiso de vigilar, quien espera deja de
ceñirse los lomos y apaga su lámpara para dormir, quizás, vencido por el
cansancio, por la larga espera o por haber dejado de creer en el cumplimiento
de la promesa. Por el contrario, quien vigila, lo hace porque la esperanza
permanece viva en su corazón y siempre lo mantiene alerta ceñido para el
servicio y con la lámpara siempre encendida para que las tinieblas no tomen
dominio de su casa.
En
Hebreos 11:1-2, se nos habla de la Fe como la certeza de lo que se espera, la
convicción de lo que no se ve. Por esta fe, nos dice la Escritura, los antiguos
fueron un fiel testimonio. De esta forma, lo que se resalta es que la esperanza
no está pasiva en espera del cumplimiento de las promesas, o como algunos
dirían, esperando tiempos mejores. La esperanza siempre permite albergar en el
corazón lo que está por venir, pero que ya está. Nos ofrece lo que aun no ha
llegado y, por tanto, nos permite disfrutarlo. Definitivamente, cuando la
realidad de la fe permanece en el corazón, la esperanza nos llevará a trazar el
futuro, o dicho de otra manera, a determinarlo.
Perfilar
el futuro tiene que ver con la forma en que nos proyectamos en el presente. Si
no existe esperanza, nuestra proyección hacia el futuro carece de expectativa
y, por tanto, deambularemos en base al impulso de lo circunstancial y no
influenciados por la visión del sueño que las promesas de Dios han generado en
nuestro corazón. De manera que podemos llegar a afirmar que nuestro presente puede determinar el futuro
pero, también, nuestra visión de futuro acabará afectando nuestro presente.
Además
de la esperanza, en la vida cristiana es indispensable vigilar. Vigilar es no
desmayar, mantenernos despiertos, es esperar el cumplimiento de lo que se cree.
Vigilar implica proteger la mente de toda idea pagana que nos lleva a plantear
nuestra vida únicamente por todo lo que se puede razonar, se puede demostrar
con la Ciencia o, simplemente, se puede percibir con los sentidos. Sin embargo,
la mente del hombre natural no puede percibir las cosas de Dios ya que para él
son locura (1ª Corintios 2:14). Más
nunca debemos mantener nuestros ojos abiertos a la verdadera inteligencia, la
que nos lleva a rechazar la mentira y nos impide avanzar por los atajos que
niega el esfuerzo o el precio del sacrificio a favor de lo realmente
trascendente. Sin duda, la verdadera amenaza para el creyente del siglo XXI
está en el bombardeo de misiles que tratan de derribar los fundamentos y
valores que sostienen nuestra fe. Esos misiles son ideas que conforman un
componente atómico que pretende arrasar todo lo que tiene que ver con Dios, sus
promesas o sus propósitos en nuestra vida.
Jesús
en la referida parábola del siervo vigilante, el Señor alude al hecho de que
debemos estar sobrios en contraste con quienes se embriagan. La embriaguez
siempre turbará la memoria, la inteligencia y la voluntad de las personas. Quienes se embriagan han perdido la
perspectiva de la esperanza, se cansaron de estar vigilantes y abandonan su
puesto como atalayas. Ante la presión, han decidido buscar escapismos y acaban
emborrachándose de sensualidad, virtualidad y materialismo. Sus lámparas
dejaron de brillar y facilitan que el ladrón mine en la noche su casa para
destruirla.
Ya
los primeros cristianos vivían con la esperanza de la inminente segunda venida
del Señor. Eso les instó a vivir siempre vigilantes para proteger sus corazones
y sus mentes. De hecho, al esperanza de la segunda venida de Cristo ha sido la
enseñanza capital que ha mantenido a la Iglesia posicionada y expectante para
vigilar cualquier amenaza que pudiera venir a destruir su existencia y su
misión.
Hoy,
al igual que la Iglesia primitiva, debemos esperar al Señor con nuestras lámparas
encendidas y nuestros lomos ceñidos para el servicio. De igual manera, el mundo
debe percibir nuestra luz. Debemos mostrar que la esperanza no nos proyecta a
un cielo que está por venir, sino que el cielo ya está presente en nuestros
corazones haciendo que lleguemos a ser personas responsables y coherentes ante
la realidad de un mundo sufriente y la esperanza que hemos creído.
Nos
queda un largo camino hasta alcanzar la promesa de la tierra prometida. Pero,
con toda seguridad, alcanzaremos nuestro destino si nos mantenemos firmes en la
esperanza y comprometidos en ser vigilantes.
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